
Imagina por un momento: luces de colores, música a todo volumen, risas de adolescentes, globos, vestidos de princesa, el clásico vals de quinceañera, baile, vida. Una noche que debería ser de alegría, de recuerdos, de inocencia. Pero en el barrio Paseo del Puente II, en Piedecuesta, Santander, esa noche se convirtió en una pesadilla grabada a sangre y fuego en la memoria colectiva.
Allí, en medio de la euforia, un joven de 23 años llamado Yorlebinson Oviedo Jiménez —hijo, amigo, ser humano con sueños, metas, futuro— aceptó una invitación para celebrar. No iba a provocar. No iba a pelear. Solo iba a disfrutar. Bailó. Con una chica. Una chica que, según rumores de patio escolar, “era la novia de otro”. Ese baile —ese gesto tan humano, tan cotidiano— le costó la vida.
Moción de censura al Ministro de defensa. Un show de odio y mentiras del Centro Democrático
Porque al salir de la fiesta, mientras caminaba solo, tranquilo, pensando quizás en el regreso a casa, en el trabajo del día siguiente, en su madre esperándolo con la cena… lo emboscaron. No fue un adulto. No fue un sicario. Fueron niños. Adolescentes de 15 y 16 años. Armados con machetes. Sin piedad. Sin remordimiento. Sin humanidad.
Lo atacaron por la espalda. Lo cercaron. Lo golpearon. Lo cortaron. Lo destrozaron. A machetazos. Como si fuera carne. Como si no tuviera nombre. Como si su vida no valiera nada. Yorlebinson no tuvo tiempo ni de gritar. Ni de defenderse. Ni de entender por qué.
LA VOZ DE UN PADRE QUEBRADO: “ÉL ERA UN JOVEN DE BIEN”
La frase que rompe el alma la pronunció su padre, con la voz entrecortada por el llanto, con las manos temblorosas, con el alma hecha pedazos:
“Mi hijo era un joven de bien. Él fue invitado al quinceañero sin pensar lo que iba a ocurrir”.
¿Cómo explicarle a un padre que su hijo fue asesinado por adolescentes que aún deberían estar en clase de matemáticas? ¿Cómo justificar que un baile —un baile— desate una violencia tan bestial, tan desproporcionada, tan inhumana?
Yorlebinson no era pandillero. No tenía antecedentes. No andaba en malos pasos. Era uno más. Uno de esos jóvenes que trabajan, que estudian, que sueñan con un futuro mejor. Y hoy, su futuro terminó en un charco de sangre, en una calle silenciosa, en un hospital que llegó demasiado tarde.
Leer: Horror en el Putumayo
LA IMPUNIDAD QUE LLEGÓ HORAS DESPUÉS… CUANDO YA ERA TARDE
Mientras Yorlebinson agonizaba en la acera, vecinos desesperados marcaron al 123. Gritaron. Rogaron. Suplicaron ayuda. ¿La respuesta? Silencio. Horas de espera. Horas en las que la ambulancia no llegó. Horas en las que la Policía no apareció. Horas en las que la institución que juró proteger vidas… falló.
Fueron los mismos asistentes a la fiesta —jóvenes, madres, tíos, amigos— quienes tuvieron que cargar el cuerpo maltrecho de Yorlebinson hasta un centro asistencial. Lo subieron a un carro particular. Lo sostuvieron entre lágrimas. Lo miraron morir en el trayecto.
Minutos después, en la clínica, el parte médico fue un puñal en el corazón de sus padres: “Falleció por múltiples heridas cortantes con arma blanca tipo machete”.
No hubo protocolo. No hubo cadena de custodia. No hubo respuesta inmediata. Solo negligencia. Solo indiferencia. Solo la cruda realidad de un Estado ausente cuando más se le necesita.
LOS ASESINOS: NIÑOS CON MACHETES Y ALMAS SIN FORMAR
Los responsables, según testigos y autoridades, son adolescentes entre 15 y 16 años. Sí, menores de edad. Niños que aún deberían estar jugando fútbol, haciendo tareas, enamorándose por primera vez… no asesinando a sangre fría.
¿Qué falló? ¿Dónde estaban sus padres? ¿Qué valores les enseñaron? ¿Qué tipo de sociedad produce jóvenes que resuelven celos con machetes? ¿Qué sistema educativo, qué entorno familiar, qué cultura de violencia normalizada permitió esto?
Leer: Derechos humanos y niñez
Este no es un caso aislado. Es la punta del iceberg. En Colombia, los homicidios por “conflictos de pareja”, “celos adolescentes” o “disputas de barrio” se han vuelto alarmantemente comunes. Y lo más aterrador: muchos de los victimarios son menores, protegidos por un sistema que los trata como “inimputables”, mientras las víctimas —como Yorlebinson— se convierten en números fríos en un informe policial.
PIEDECUESTA LLORA. COLOMBIA DEBERÍA TEMBLAR.
Este crimen no es solo de Piedecuesta. Es de todos nosotros. Porque cuando permitimos que la violencia se banalice, cuando miramos hacia otro lado ante los primeros signos de agresión juvenil, cuando normalizamos el “es que son celosos”, cuando exigimos justicia solo cuando nos toca de cerca… somos cómplices.
La comunidad de Piedecuesta está en shock. Velas, carteles, flores, rezos frente a la casa de Yorlebinson. Sus amigos publican fotos con leyendas como “Te fuiste demasiado pronto, hermano”. Su madre no puede dormir. Su padre repite una y otra vez: “¿Por qué él? ¿Por qué así?”.
Leer: Educación Emocional Unicef
Y la pregunta que nadie responde: ¿Cuántos Yorlebinsons más tendrán que morir para que actuemos?
LO QUE ESTE CASO NOS EXIGE: JUSTICIA, PREVENCIÓN, CAMBIO
No basta con llorar. No basta con indignarse en redes. Necesitamos:
✅ Justicia contundente, aunque los victimarios sean menores. El sistema de responsabilidad penal adolescente debe aplicarse con rigor. No se trata de venganza, sino de disuasión, de enseñar que la vida humana es sagrada.
✅ Revisión urgente de protocolos de atención inmediata. ¿Por qué tardaron horas en responder? ¿Quién responde por esa negligencia? Exigimos sanciones, capacitación, reestructuración.
✅ Campañas masivas de prevención de violencia juvenil en colegios, barrios, redes sociales. Educar en empatía, en resolución pacífica de conflictos, en respeto por la vida.
✅ Apoyo psicosocial a las familias víctimas. El duelo de Yorlebinson apenas comienza. Su familia necesita acompañamiento, terapia, justicia, y sobre todo, que su nombre no caiga en el olvido.
#JUSTICIAPARAYORLEBINSON — NO ES UN HASHTAG. ES UN GRITO.
Este caso debe convertirse en un antes y después. Que su nombre se grite en plazas, en universidades, en congresos, en ministerios. Que su rostro aparezca en todos los noticieros hasta que haya respuestas. Que su muerte no sea en vano.
Porque si no actuamos ahora, mañana puede ser tu hijo. Tu hermano. Tu amigo. Tu vecino. Un joven que solo quiso bailar… y terminó asesinado por niños con machetes y un sistema que miró hacia otro lado.
CONCLUSIÓN: ESTA SOCIEDAD ESTÁ AL BORDE. PERO AÚN PODEMOS SALVARLA
Yorlebinson Oviedo Jiménez no murió “porque sí”. Murió porque fallamos como sociedad. Porque normalizamos la violencia. Porque dejamos que el odio se críe en silencio. Porque permitimos que la impunidad se convierta en cómplice.
Pero aún estamos a tiempo. Aún podemos cambiar. Aún podemos educar, prevenir, exigir, sancionar, sanar.
Que su muerte no sea un trending topic que se olvida en tres días. Que sea el grito de guerra que despierte conciencias. Que sea la chispa que encienda la revolución moral que Colombia necesita.
Por Yorlebinson. Por todos los que ya no están. Por los que aún podemos salvar.
eKarrilloP
Noticolombia