
No es nuclear, pero poderosa y muy devastadora, no lanza misiles, pero ha volado hogares enteros. Crea guerras, mata reputaciones y destruye la dignidad humana sin disparar una sola bala. En Colombia, esta arma ha pasado de mano en mano por generaciones
No necesita pólvora, uranio enriquecido, solo intención. Se aprende desde la cuna y se afila en la calle, en la cocina, en los púlpitos y en los medios. Es ancestral. Es parte de nuestra cultura. Y lo más trágico: la usamos con orgullo. Es un arma letal que ni el escudo de hierro de Israel, podría interceptar.
Una herencia que contamina
En Colombia, la calumnia, el chisme no es casual. Es estructural. No es una equivocación. Es una práctica poderosa cotidiana. Una que se enseña entre familias y se perfecciona entre vecinos.
Aquí no se buscan acuerdos: se diseñan trampas. No se reconocen errores: se ocultan. Y si son de otro, se magnifican hasta convertirlos en espectáculo. Nos da vergüenza fallar, pero nos encanta ver caer al otro, al familiar, al opositor, al contrario, simplemente porque no me simpatiza o estuvo en desacuerdo conmigo.
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Jesús lo dijo hace siglos: no mires la paja en el ojo ajeno sin ver la viga en el tuyo. En Colombia, la viga se adorna y se ignora, mientras la paja ajena se convierte en contenido viral.
El chisme como poderosa arma social
El daño empieza en lo pequeño. Una conversación entre amigos. Una frase lanzada en tono bajo. Un rumor compartido “por si acaso”. Pero esa palabra, una vez dicha, se convierte en sentencia. Mata la confianza. Rompe familias. Acaba con carreras. Lo más grave: no deja pruebas, pero sí cicatrices.
Y no siempre se trata de famosos, políticos o figuras públicas. A veces, la víctima es el vecino honesto, el líder comunitario, la madre soltera, el joven que piensa distinto, el que no encaja, el que sobra, el nadie. En Colombia, el rumor se propaga más rápido que la verdad. Lo repetido se vuelve creíble, lo creíble se convierte en condena y el condenado queda marcado, aunque todo haya sido mentira.
La lengua no solo hiere. Humilla. Marca. Exilia.
El veneno de la impunidad

Y el que lanza la calumnia, el chisme, cuando todo arde, se declara inocente. Dice que solo repitió. Que fue una broma. Que no sabía. Y si el daño es irreversible, se arrodilla frente a una cruz de madera o una imagen de yeso y dice: “Señor, gracias, ya me perdonaste”.
Pero muchas veces, el chismoso no actúa por error, sino por un odio visceral sin causa aparente. No lo mueve una verdad, sino una mezcla de envidia y debilidad, una incapacidad de aceptar que el otro —aunque no lo sea— parezca mejor, más firme, más querido. Y en esa rabia ciega, no importa si tiene que inventar, exagerar, o declararse víctima de algo que jamás ocurrió. Lo esencial es destruir al otro.
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A la falsa víctima se la olvida pronto. Pero al señalado —culpable o no— lo arrastran, lo señalan, lo juzgan. Y así, esa persona enferma de odio cree ganar. Aunque nunca logre, en el fondo, la satisfacción que buscaba. Porque el alma envenenada, ni con venganza se alivia.
Sale del templo limpio. Listo para volver a hablar. Porque en Colombia también creemos que el perdón es automático. Como si Dios fuera notario. Como si nuestras palabras no dejaran rastro en el alma del otro.
Pero sí lo dejan. Queda el desprestigio. La desconfianza. La soledad.
Mentira poderosa que mata
No es solo en Colombia. El mundo ha visto cómo un chisme mal contado puede provocar guerras. Así ocurrió en la Segunda Guerra Mundial, donde los discursos manipulados fueron más letales que las armas. O en la Guerra de las Malvinas, avivada por nacionalismos heridos y verdades a medias.
Y lo vemos hoy, aquí, en Colombia, donde intereses oscuros utilizan la desinformación como estrategia de poder. Lo hacen con la precisión de un misil, pero sin dejar huella en los radares de la justicia.
Famosos como Diana de Gales o Gianni Versace murieron rodeados de rumores, víctimas de la calumnia, la injuria y los mitos que los sobrevivieron. La mentira, cuando se disfraza de verdad, es más letal que una bala, un misil o una bomba.
En Colombia, ese fenómeno se repite todos los días. No con celebridades, sino con ciudadanos comunes. A menor escala, sí. Pero con igual dolor.
Se lanza un rumor por retaliación tras un desacuerdo. Para desviar la atención de la propia conducta. O simplemente por envidia.
Porque sí, envidian lo poco o lo mucho que el calumniado tenga. Envidian incluso lo intangible: su respeto ganado, su coherencia, su dignidad.
Y eso —esa clase de ser humano— no se compra. No se hereda. No se aprende en talleres de motivación. Se tiene. O no se tiene.
Diógenes en Colombia?
Diógenes, el filósofo griego que vivía en un barril, fue visitado por Alejandro Magno, quien, asombrado por su pensamiento, le ofreció lo que quisiera. Diógenes solo pidió: “Hazte a un lado, que me tapas la luz del sol”. No pidió oro, ni títulos. Solo quería seguir escribiendo en paz. Una respuesta poderosa, con mucha profundidad de pensamiento.
Caminaba con una lámpara encendida en pleno día. Cuando le preguntaban por qué, respondía: “Busco un hombre”. Un hombre honesto, íntegro, digno. No un cargo, no una apariencia. Un ser humano decente.
Si Diógenes apareciera hoy en Colombia, con su barril y su lámpara, lo linchan en menos de media hora. Le roban el barril, la lámpara, lo multan por ocupar espacio público, le exigen plata por sus escritos… y si tiene mala suerte, hasta lo violan. Porque “andaba buscando hombres”. Así, con esa literalidad enferma que reina en las mentes perversas y huecas.
No entenderían su filosofía. Lo acusarían de loco, uribista, asesino ultraderechista o petrista mamerto guerrillero. Porque aquí, buscar la verdad y la justicia es un acto ofensivo, y ser honesto es una provocación.
Jesucristo en Colombia?
Elucubro en mi mente: si Jesús apareciera hoy en Colombia, en una plaza pública, y frente a una mujer presentada como adúltera dijera en su defensa esta poderosa frase: “El que esté libre de pecado, que tire la primera piedra”, seguramente no pasaría a la historia crucificado, sino lapidado junto a ella por una turba hipócrita, convencida de ser pura, impoluta y con derecho divino a juzgar.
Lo más perverso del caso es que la mujer que estuvo a punto de ser lapidada nunca fue María Magdalena. Esa confusión —esa calumnia— nació 600 años después, cuando el papa Gregorio I, en el año 591, desde su púlpito en Roma, mezcló pasajes inconexos de los evangelios y declaró que María Magdalena era aquella pecadora pública, la supuesta prostituta redimida.
Así, con una sola prédica, creó una calumnia y sembró el chisme más exitoso y duradero de la historia cristiana. Durante más de 1.400 años, esa mentira manchó su nombre, borrando su verdadero papel como mujer valiente, seguidora de Jesús y testigo de su resurrección.
La Iglesia corrigió ese error en 1969, y el papa Francisco la reivindicó en 2016 como el apóstol de los apóstoles’. Pero hasta el día de hoy, millones siguen repitiendo la falsa historia, sin saber que es un relato torcido, una calumnia oficial. Porque en la cultura del chisme, la versión que destruye —sea cierta o mentirosa— siempre es la que más se recuerda.
La verdad, cuando por fin aparece, ya llega tarde y sin fuerza. Esa es la esencia del veneno: se esparce con rapidez, pero nunca se recoge
No es que seamos un país sin alma, solo que estamos ahogados en una cultura que premia la burla, ridiculiza lo moral y banaliza la violencia verbal.
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Aprendamos la poderosa enseñanza de los perros
Tal vez por eso los perros son tan queridos, porque mueven efusivamente la cola, en vez de la lengua. No juzgan, ladran para proteger y cuando usan la lengua, es para demostrar amor y lealtad.
Aprendamos de ellos. Aprendamos que la lengua también puede ser puente. Puede ser refugio. Puede ser justicia.
Una oportunidad para callar y sanar
Colombia necesita desarmarse. Pero no solo de rifles, también de palabras. Las balas se oyen, pero la calumnia no, y destruye, mata en vida. No con sangre, sino con silencio, vergüenza y exclusión.
Necesitamos volver a enseñar que el hablar debe construirse con responsabilidad. Que el silencio, cuando se evita el daño, también es acto de amor. Que no estamos solos ni somos polvo sin destino. No somos un acto de magia que aparece y desaparece. Hay un antes que nos forma y un después que nos juzga.
No todo se borra con una oración. Seremos medidos no solo por nuestras creencias, sino por nuestras acciones. Por las veces que elegimos callar a tiempo. O hablar con verdad.
Y si hay justicia, también habrá recompensa, pero solo si lo bueno fue hecho de corazón, sin esperar paga terrenal ni redención celestial. La recompensa llegará. Tal vez tarde. Tal vez en silencio. Pero llegará.
¿Seguiremos envenenándonos con la lengua, o nos atreveremos a volvernos hombres y mujeres verdaderos?